Los únicos datos históricos que se conservan de Los Reyes Magos están incluidos en la novela Ben Hur de Lewis Wallace.
La palabra Magos es la interpretación del término hebreo "magá" cuyo significado es sabio . Según el texto, alguno de los magos fue perseguido por sus creencias.
He aquí los pasajes de la icónica novela:
Capítulo
I
Hacia
el desierto
El
Jebel-es-Zubleh es una montaña de más de cincuenta millas de
longitud
y
tan estrecha que su dibujo en el mapa se parece a una oruga reptando
de sur
a
norte. De pie sobre sus peñascos pintados de rojo y blanco, sólo se
ve el
desierto
de Arabia, que los vientos del este, tan odiados por los cultivadores
de
vides,
se han reservado como terreno de juego desde el principio de los
tiempos.
El pie de dichos montes está bien cubierto de arenas arrastradas por
el
Éufrates y depositadas allí, porque la montaña constituye un muro
protector
de
los campos de Boab y de Ammón, al oeste, que de otro modo formarían
parte
del desierto. El árabe ha dejado el sello de su lengua en todo lo
que se
encuentra
al sur y al este de Judea; de modo que, en su idioma, el viejo Jebel
es
el padre de innumerables wadis que, cortando la vía romana (vaga
sombra
de
lo que fue en otro tiempo, polvoriento sendero recorrido hoy por los
peregrinos
que van y vienen de La Meca), imprimen sus surcos,
profundizando
a medida que avanzan, para llevar las avenidas de la estación
lluviosa
al Jordán, o a su último receptáculo, el mar Muerto. De uno de
aquellos
barrancos (o, más concretamente, del que corre por el extremo del
Jebel
y, extendiéndose del este hacia el norte, acaba por constituir el
lecho del
río
Jabbok) salía un viajero que se dirigía hacia las altiplanicies del
desierto.
Para
este personaje reclamamos en primer lugar la atención del lector. A
juzgar
por su aspecto, tenía los cuarenta y cinco años bien cumplidos. Su
barba,
en otro tiempo del negro más intenso, que caía en ancho raudal
sobre el
pecho,
estaba surcada por hebras blancas. Su cara era negra como un grano de
café
tostado, y la llevaba tan cubierta por un rojo kufiyeh (como llaman
hoy en
día
los hijos del desierto al pañuelo que les protege la cabeza) que
sólo era
visible
en parte. De vez en cuando levantaba los ojos, unos ojos grandes y
negros.
Vestía las holgadas prendas que imperan en Oriente; aunque no es
posible
describir con más detalle su estilo, porque el viajero iba sentado
debajo
de una minúscula tienda, cabalgando un gran dromedario blanco.
Es
dudoso que los hombres de Occidente logren sobreponerse alguna vez a
la
impresión que produce en ellos la aparición de un camello cargado y
equipado
para la travesía del desierto. La costumbre, tan fatal para otras
novedades,
no influye sino muy levemente en ese sentimiento. Al final de
largos
viajes con las caravanas, después de años de vivir con los
beduinos, el
hijo
de Occidente, esté donde esté, se parará y contemplará el paso
del
majestuoso
bruto. Su encanto no está en la figura, que ni el amor puede
embellecer,
ni en el movimiento, o en el silencioso caminar, ni en la ancha
carnadura.
Como el afecto del mar por un barco, así es el del desierto para su
criatura,
a la que viste con todos sus misterios, de tal modo que, mientras
miramos
aquélla, pensamos en éstos: y en eso reside la maravilla. El animal
que
salía ahora del vado tenía méritos sobrados para exigir el
homenaje de
rigor.
Su color y su altura; la anchura de su pie; el volumen de su cuerpo,
no
cargado
de grasa sino de músculos; su cuello largo y esbelto, curvado como
el
de
un cisne; su cabeza, ancha a la altura de los ojos y adelgazándose
luego
hasta
un hocico que el brazalete de una dama podía casi aprisionar; su
andadura,
el paso largo y elástico, el andar seguro y silencioso, todo
certificaba
su sangre siria, antigua como los tiempos de Ciro, y de un valor
incalculable.
Llevaba la brida habitual, que cubría su frente con una orla
escarlata
y adornaba su cuello con pendientes, cadenitas de bronce de cuyos
extremos
colgaban unas campanillas de plata; pero aquella brida no tenía
riendas
para el jinete ni ronzal para un conductor. El aparejo colocado sobre
el
lomo
del animal era un artefacto que en cualquier otro pueblo distinto del
oriental
habría hecho famoso a su inventor. Consistía en dos cajas de madera
de
apenas cuatro pies de longitud, equilibradas de tal modo que colgaban
una a
cada
lado, y su interior, forrado y alfombrado muellemente, estaba
arreglado
de
forma que el dueño pudiera sentarse o descansar tendido. Y todo ello
quedaba
cubierto por un toldillo verde. Anchas correas y cinchas en el lomo y
el
pecho, sujetas y aseguradas mediante innumerables nudos y ataduras,
mantenían
el ingenio en su sitio. Aquello era lo que habían discurrido los
ingeniosos
hijos de Cush para hacer más cómodos los agostados caminos del
desierto,
hacia los que les empujaba el deber tanto como la diversión.
Cuando
el dromedario remontaba la última cuchillada del barranco, el
viajero
había cruzado el límite de el Belka, la antigua Ammón. Era de
mañana.
Ante
sí tenía el sol, medio cubierto por un velo de lanosa neblina; ante
sí
también
se extendía el desierto, no el reino de las movedizas arenas, que
estaba
mas allá, sino la región en la que las hierbas empiezan a menguar,
y
cuya
superficie aparece salpicada de rocas graníticas y de piedras grises
y
pardas
entremezcladas con raquíticas acacias y trechos de hierba de
camello.
El
roble, las zarzas y el madroño quedaban atrás; como si hubieran
llegado a
una
frontera, miraban hacia las inmensidades desprovistas de manantiales
y se
acurrucaban
de miedo.
Ahora
terminaban todos los caminos y senderos. Más que nunca el camello
parecía
arrastrado de un modo insensible; alargaba y apresuraba el paso, su
cabeza
se levantaba dirigida hacia el horizonte y por los anchos ollares
engullía
el aire a grandes sorbos. La litera se mecía, caía y se levantaba
como
un
bote entre las olas. Las hojas secas, formando montones aquí y allá,
crujían
bajo
las pisadas. A ratos un perfume como de ajenjo endulzaba toda la
atmósfera.
Alondras, mirlos y golondrinas de las rocas echaban a volar, y las
perdices
blancas se apartaban corriendo entre silbidos y cloqueos. Muy de vez
en
cuando, una zorra o una hiena apresuraba el trote para estudiar a los
intrusos
desde prudencial distancia. Lejos, hacia la derecha, se levantaban
los
montes
del Jebel, y el velo color gris perla que descansaba sobre ellos
pasaba
en
un momento a tomar un color púrpura al cual daría el sol, unos
instantes
después,
un matiz sin par. Sobre los más altos picos navegaba un buitre con
sus
anchas alas, describiendo círculos que se iban ensanchando. Pero, de
todas
esas
cosas, el ocupante de la verde tienda nada veía o, por lo menos, no
manifestaba
que se hubiese fijado en ellas. Tenía los ojos fijos, como soñando.
En
su comportamiento, tanto el hombre como el animal parecían guiados
por
otro.
Dos
horas siguió avanzando el dromedario, siempre con el mismo trote
sostenido
y dirigiéndose al este. En todo ese tiempo el viajero no cambió de
posición,
ni miró a la derecha ni a la izquierda. En el desierto la distancia
no se
mide
por millas o leguas, sino por el saat, u hora, y el manzil, o parada;
tres
leguas
y media forman el primero; quince o veinticinco forman la segunda, y
son
la media normal del camello común. Un animal de pura estirpe siria
puede
hacer
tres leguas fácilmente. A toda velocidad alcanza a los vientos
ordinarios.
Como
resultado del rápido avance, el aspecto del panorama sufrió un
cambio.
El Jebel se extendía por el horizonte occidental como una cinta azul
pálido.
Aquí y allá se levantaba un tell, o montículo de arcilla y arena
cementada.
De trecho en trecho las peñas basálticas erguían sus redondas
coronas,
vigías de la montaña contra las fuerzas de la llanura; pero todo lo
demás
era arena, a veces llana como la playa barrida, otras plegada en
continuadas
serranías, aquí formando olas cortadas, allá largas ondulaciones.
Del
mismo modo cambió también la condición de la atmósfera. El sol,
muy
alto
en el horizonte, se había saciado de rocío y niebla, y caldeaba la
brisa que
besaba
al peregrino bajo el toldo; tanto en la lejanía como más cerca, iba
tiñendo
la tierra de una blancura lechosa, y encendía el cielo.
Dos
horas más continuó avanzando la bestia, sin descansar ni desviarse
de
su
ruta. La vegetación cesó por entero. La arena, formando en la
superficie una
costra
tan consistente que se rompía a cada paso en crujientes fragmentos,
gozaba
de un imperio que nadie le disputaba. El Jebel había desaparecido de
la
vista;
ningún accidente del terreno llamaba la atención de la mirada. La
sombra,
que hasta entonces había caído hacia atrás, ahora se inclinaba
hacia el
norte
y sostenía una nivelada carrera con los objetos que la proyectaban.
Y
no dando señal alguna de querer detenerse, la conducta del viajero
se
hizo
por momentos más y más extraña.
Nadie,
recuérdese bien, busca el desierto como campo de placeres. La vida
y
la necesidad lo atraviesan por senderos en los que, como otros tantos
trofeos,
se
hallan dispersos los huesos de seres que murieron. Tales son los
caminos
que
van de un pozo a otro, de unos pastos a otros. El corazón del jeque
más
avezado
acelera sus latidos cuando se encuentra solo por aquellas extensiones
sin
camino. Así, pues, el hombre de quien nos ocupamos no podía ir a la
busca
de
placeres; tampoco se comportaba como un fugitivo: ni una sola vez
miró
atrás.
En tal situación el miedo y la curiosidad son las sensaciones más
comunes;
sobre él, no tenían ningún imperio. Cuando los hombres se sienten
rodeados
por la soledad, acogen gustosos cualquier compañía; el perro se
convierte
en un camarada, el caballo en un amigo, y no es una vergüenza
dedicarles
un diluvio de caricias y de palabras de afecto. El camello no recibió
un
regalo tal; ni una palmada, ni una palabra.
A
las doce exactamente, y por propia iniciativa, el dromedario se
detuvo y
profirió
ese grito o lamento, singularmente lastimero, con el cual protestan
siempre
los animales de su especie contra una carga exagerada, o reclaman a
veces
cuidados y descanso.
Con
ello el dueño se movió, despertando como si hubiera estado dormido.
Levantó
las cortinas del castillo e inspeccionó larga y detenidamente la
región
hacia todas las direcciones, como si quisiera identificar el lugar de
una
cita.
Satisfecho de la inspección, respiró profundamente y movió la
cabeza en
sentido
afirmativo, como queriendo decir: "¡Por fin, por fin!".
Un
momento después, cruzó las manos sobre el pecho, inclinó la cabeza
y
oró
en silencio. Cumplido el piadoso deber, se dispuso a desmontar. De su
garganta
salía el sonido que oyeron, sin duda, los camellos favoritos de Job:
"¡Ikh!
¡ikh!", la señal para arrodillarse. El animal obedeció
pausadamente,
gruñendo
todo el rato. Entonces el jinete apoyó el pie sobre el esbelto
cuello y
saltó
a la arena.
Capítulo
II
La
reunión de los sabios
Como
podía verse por fin, aquel hombre estaba admirablemente
proporcionado,
vigoroso y de mediana estatura. Aflojando el cordón de seda
que
le sujetaba el kufyeh a la cabeza, empujó hacia atrás los arrugados
pliegues
hasta dejar al descubierto su cara, una faz enérgica, de color casi
negro,
pero en la que la frente, ancha y baja, la nariz aquilina, los
ángulos
externos
de los ojos ascendiendo ligeramente, el cabello abundante, áspero y
estirado,
de reflejos metálicos y cayendo sobre los hombros en varias trenzas,
eran
signos de un origen que no cabía disimular. El mismo aspecto tenían
los
faraones
y los últimos Ptolomeos; el mismo tenía Mizraim, el padre de la
raza
egipcia.
Vestía kamis, camisa blanca de algodón, de mangas ceñidas, abierta
por
delante, que llegaba hasta los tobillos y bordada en el cuello y el
pecho,
sobre
la que llevaba una capa de lana parda, llamada ahora (igual que la
llamarían
entonces, según todas las probabilidades) el aba, prenda exterior
con
falda
larga y mangas cortas, forrada interiormente de una tela de algodón
y
seda
y ribeteada en todo su contorno por una franja amarillo oscuro.
Calzaba
unas
sandalias sujetas con unas correas de cuero suave. Un cíngulo le
ceñía el
kamis
a la cintura.
Considerando
que iba solo y que merodeaban por el desierto leones y
leopardos,
además de hombres tan salvajes como las fieras, lo que resultaba
más
notable era que no llevase armas, ni siquiera el palo curvo utilizado
para
guiar
camellos; de donde podemos inferir, cuando menos, que le traía un
asunto
pacífico y que era un hombre singularmente audaz o colocado bajo una
protección
extraordinaria.
El
viajero tenía los miembros entumecidos, pues la travesía había
sido
larga
y pesada; de ahí que se frotase las manos y golpease el suelo con
los
pies,
y luego diese vueltas alrededor del fiel sirviente cuyos brillantes
ojos se
cerraban
de tranquilo contento con la rumia iniciada ya.
Mientras
iba describiendo círculos, se detenía con frecuencia y,
protegiéndose
los ojos con las manos, examinaba el desierto hasta el límite
alcanzado
por la vista; aunque siempre, al terminar la inspección, nublaba su
cara
un desencanto leve, pero bastante para indicar a un observador
perspicaz
que
el viajero esperaba compañía, si es que no estaba allí obedeciendo
a una
cita.
Y al mismo tiempo el observador quizás habría notado en sí mismo
un
aguijonazo
de curiosidad por saber qué clase de negocio podía ser aquel que
había
de solventar en un lugar tan distante del mundo civilizado.
Por
más que manifestara desencanto, no cabía dudar de la confianza del
viajero
en la llegada de la compañía esperada. En prenda de ello, fue hasta
la
parihuela
y, de la camilla o caja opuesta a la que él había ocupado al venir,
sacó
una esponja y una pequeña alcarraza de agua con las cuales lavó los
ojos,
cara
y narices del camello; hecho lo cual sacó del mismo recipiente un
palo
recio.
Después de algunas manipulaciones, este último resultó un
ingenioso
artificio
formado de piezas menores, una dentro de la otra, las cuales, una vez
convenientemente
dispuestas, formaban un poste central más alto que su
cabeza.
Plantado
el poste, y colocadas las estacas a su alrededor, el viajero
extendió
sobre ellos la tela, y se encontró literalmente en casa, en una casa
mucho
menor que las habitaciones de un emir o un jeque, pero que en todos
los
otros aspectos podía compararse a ellas. De las parihuelas sacó
todavía una
alfombra
o estera cuadrada, con la cual cubrió el suelo de la tienda de la
parte
en
que le daba el sol. Hecho esto, salió fuera y, una vez mas, con gran
cuidado
y
mayor anhelo, sus ojos recorrieron todo el círculo del horizonte.
Excepto por
un
chacal distante, que galopaba a través de la llanura, y un águila
que volaba
hacia
la parte del golfo de Akaba, ni la inmensidad de abajo, ni tampoco el
azul
que la cubría ofrecían signo alguno de vida. El viajero se volvió
hacia el
camello,
diciendo en voz baja y en una lengua extraña al desierto:
—Estamos
lejos de casa, oh corcel que desafías a los vientos más rápidos;
estamos
lejos de casa, pero Dios está con nosotros. Tengamos paciencia.
Luego
sacó unas cuantas habas de un saquito de la silla y las puso en un
morral
dispuesto de modo que colgara debajo del hocico del dromedario, y
cuando
hubo visto el deleite con que su fiel servidor devoraba el alimento,
se
dio
la vuelta y escudriñó de nuevo el mundo de arena, borroso a causa
del
fulgor
del sol, que caía verticalmente.
—Llegarán
—dijo con calma—. El que me ha guiado a mí los guía a ellos.
Cuidaré
los preparativos.
De
las bolsas que tapizaban el interior de la litera y de un cesto de
mimbre
que
formaba parte del mobiliario de ésta sacó elementos para un ágape:
fuentes
hechas de un apretado tejido de fibra de palma; vino en pequeños
odres
de piel; carnero seco y ahumado; shami, es decir, granadas sirias,
sin
hueso;
dátiles de el Shelebi, de maravilloso sabor y criados en nakhil o
vergeles
de palmeras; un queso similar a las "rebanadas de leche de
David", y
pan
de levadura de la panadería de la ciudad; todo lo cual transportó y
distribuyó
sobre la estera colocada en el interior de la tienda. Como
preparativo
final puso junto a las provisiones tres trozos de tela de seda,
utilizadas
en Oriente por las personas refinadas para cubrir las rodillas de los
huéspedes
mientras estaban a la mesa, circunstancia que nos indica el número
de
personas que participarían del refrigerio, el número de personas
que
esperaba.
Ahora todo estaba preparado. El viajero salió al exterior. ¡Mira,
allá
al
este se veía en la superficie del desierto una manchita negra!
Pareció que
sus
pies habían echado raíces en el suelo; sus ojos se dilataron; por
su
epidermis
corría un escalofrío, como si sintiera un contacto sobrenatural. La
manchita
crecía; al final tomó unas proporciones bien definidas. Un poco
después
apareció perfectamente a la vista una copia de su propio dromedario,
un
animal alto y blanco, que transportaba una howdah, la litera de viaje
del
Indostán.
El egipcio cruzó las manos sobre el pecho y levantó los ojos al
cielo.
—¡Sólo
Dios es grande! —exclamó con los ojos llenos de lágrimas y el
alma
henchida de santo temor.
El
extranjero se acercaba; por fin se detuvo. Y también, a su vez,
pareció
que
despertaba de un sueño. Contempló el camello arrodillado, la
tienda, y al
hombre
que estaba de pie en la puerta orando. Entonces cruzó las manos,
inclinó
la cabeza y rezó calladamente; después de lo cual, transcurrido un
corto
rato, saltó del cuello de su montura a la arena y se acercó al
egipcio al
mismo
tiempo que éste avanzaba hacia él. Un momento estuvieron mirándose
el
uno al otro. Luego se abrazaron; es decir, cada uno puso el brazo
derecho
sobre
el hombro del otro mientras el izquierdo le rodeaba parcialmente el
talle,
apoyando
un instante la barbilla primero sobre el lado izquierdo y luego sobre
el
derecho del pecho.
—¡La
paz sea contigo, oh sirviente del verdadero Dios! —le dijo el
extranjero.
—¡Y
contigo, oh hermano de la verdadera fe! Paz y bendiciones para ti —
replicó
el egipcio con fervor.
El
recién llegado era un hombre alto y flaco, con la cara delgada, los
ojos
hundidos,
el cabello y la barba blancos y un cutis de un color intermedio entre
el
matiz del cinamomo y el del bronce. También iba sin armas. Vestía a
la
manera
del Indostán: sobre un birrete llevaba un chal atado en grandes
pliegues,
formando turbante; las ropas que le cubrían eran del mismo estilo
que
las del egipcio, excepto por el alba, que era más corta, dejando al
descubierto
unos calzones anchos y caídos atados a los tobillos. En lugar de
sandalias
calzaban sus pies unas babuchas de cuero rojo y afilada punta.
Excepto
las babuchas, todo su atuendo, de pies a cabeza, era de tela blanca.
Tenía
un aire altivo, majestuoso, severo. Visvamitra, el mayor de los
ascéticos,
héroe
de la Ilíada del Este, tenía en él un representante perfecto.
Podrían
haberle
definido diciendo que era una vida empapada del saber de Brahma;
devoción
encarnada. Sólo en sus ojos había una prueba de humanidad; cuando
levantó
la cara, apartándola del pecho del egipcio, brillaban en ellos las
lágrimas.
—¡Sólo
Dios es grande! —exclamó, concluido el abrazo.
—¡Y
benditos son los que le sirven! —respondió el egipcio, meditando
la
paráfrasis
que había empleado como exclamación—. Pero esperemos —
añadió—,
esperemos; porque, mira, ¡el otro viene allá!
Ambos
dirigieron la mirada hacia el norte, donde, ya bien visible, un
tercer
camello,
de la misma blancura que los anteriores, venía, inclinándose de
costado
como un barco. Y aguardaron hasta que llegó el tercero, desmontó y
avanzó
hacia ellos.
—¡Paz
a ti, oh hermano mío! —dijo, abrazando al hindú. Y el hindú
respondió:
—¡Hágase
la voluntad de Dios!
El
recién llegado se diferenciaba por completo de sus compañeros; era
de
constitución
más delicada; tenía la piel blanca; una mata de cabello rubio
formaba
una corona perfecta para su cabeza, pequeña pero hermosa; el fuego
de
sus ojos azul oscuro certificaba una mente delicada y un temperamento
valeroso
y afectivo. Llevaba la cabeza descubierta e iba desarmado. Bajo los
pliegues
del manto tirio que llevaba congracia inconsciente aparecía una
túnica
de mangas cortas y cuello bajo, recogida a la cintura por una faja y
que
le
llegaba casi hasta las rodillas, dejando desnudos el cuello, los
brazos y las
piernas.
Unas sandalias protegían sus pies. Cincuenta años, y probablemente
más,
habían pasado sobre él, sin más efecto, en apariencia, que
impregnar su
comportamiento
de gravedad y atemperar sus palabras con la reflexión. El
vigor
del cuerpo y la brillantez del alma seguían intactos. No era preciso
decir
a
un estudioso de qué estirpe había salido; si no procedía de los
bosquecillos
de
Atenas, sus antecesores habían nacido allí.
Cuando
sus brazos se apartaron del egipcio, éste dijo con voz trémula:
—El
Espíritu me trajo a mí primero; por eso veo que me ha elegido para
que
sirva a mis hermanos. La tienda está preparada, y el pan sólo
espera que lo
partan.
Dejad que cumpla mi oficio.
Y
tomando a cada uno por la mano los guió al interior de la tienda,
les
quitó
las sandalias, les lavó los pies, derramó agua sobre sus manos y se
las
secó
con unas servilletas.
Luego
de haberse lavado las suyas propias, dijo:
—Cuidémonos,
hermanos, para que podamos llevar a cabo nuestra misión,
y
comamos a fin de tener fuerzas para los deberes que nos quedan por
cumplir
durante
el día. Mientras comemos, cada uno se enterará de quiénes son los
otros
dos, de dónde vienen, y de cómo han sido llamados.
E
hizo que se acercasen a la estera del banquete, sentados de tal modo
que
estuvieran
cara a cara. Las cabezas de los tres se inclinaron a un tiempo, sus
manos
se cruzaron sobre los respectivos pechos, y hablando al unísono
recitaron
en voz alta esta sencilla acción de gracias:
—Padre
de todo, ¡Dios!, lo que aquí tenemos de ti viene; acepta nuestro
agradecimiento
y bendícenos, para que podamos continuar cumpliendo tu
voluntad.
Pronunciada
la última palabra, los tres levantaron los ojos, y se miraron el
uno
al otro maravillados. Cada uno había hablado en una lengua jamás
oída
por
sus compañeros; y, sin embargo, cada uno había entendido
perfectamente
lo
que habían dicho los otros. Una divina emoción estremecía sus
almas,
porque
en aquel milagro veían la intervención de la presencia divina.
Capítulo
III
Habla
el ateniense: fe
Para
expresarlo en el estilo de la época, la reunión recién descrita
tuvo
lugar
el año 747 de la fundación de Roma. Era el mes de diciembre;
reinaba el
invierno
en toda la región del este del Mediterráneo. Los que cabalgan por
el
desierto
en dicha estación no recorren mucho terreno sin sentirse
atormentados
por
un vivo apetito. Los reunidos en la tienda no eran una excepción a
la regla.
Estaban
hambrientos y comían con excelente disposición. Después del vino
empezaron
a hablar.
—Para
el caminante que va por tierras extrañas, nada más dulce que oír
su
nombre
en labios de un amigo —dijo el egipcio, que ocupaba la
presidencia—.
Nos
esperan muchos días de camaradería. Es hora de que nos conozcamos.
Por
lo
tanto, si es de vuestro agrado, el que ha llegado el último que
hable primero.
Entonces,
muy despacio al principio, como si se reprimiera a sí mismo, el
griego
empezó:
—Lo
que tengo que decir, hermanos, es tan extraño que apenas sé por
dónde
empezar ni de qué puedo hablar con toda propiedad. Ni yo mismo lo
entiendo
todavía. De lo que estoy más seguro es de que acato la voluntad de
un
Amo, sirviendo al cual se vive en un éxtasis constante. Cuando
pienso en el
objetivo
que me han enviado á cumplir, siento en mí un gozo tan inexpresable
que
conozco, que aquella voluntad es la voluntad de Dios.
El
santo varón hizo una pausa, incapaz de proseguir, mientras los
otros, por
simpatía
a sus sentimientos, bajaban la vista.
—Muy
al oeste de aquí —empezó de nuevo—, hay un país que jamás
será
olvidado;
aunque no fuese sino por la gran deuda que el mundo tiene con él, y
porque
esta deuda nace de cosas que procuran al hombre sus placeres más
puros.
No diré nada de las artes, nada de la filosofía ni de la
elocuencia, ni de
la
poesía, ni de la guerra. ¡Oh, hermanos míos, al pueblo que digo le
corresponde
la gloria de brillar perdurablemente en letras perfectas, por las
cuales
aquel al cual vamos a buscar y anunciar será conocido en toda la
tierra.
El
país de que hablo es Grecia. Yo soy Gaspar, el hijo de Cleantes, el
ateniense.
"Mis
antepasados —prosiguió—, se entregaban por entero al estudio, y
de
ellos
he heredado yo la misma pasión. Se da el caso de que dos de nuestros
filósofos,
los más excelsos entre una pléyade de ellos, enseñan, el uno la
doctrina
de un alma en cada hombre, y de que tal alma es inmortal; el otro, la
doctrina
de un Dios único, infinitamente justo. De la multitud de temas sobre
los
cuales disputaban las escuelas, separé estos dos, como únicos
dignos del
trabajo
de buscarles una solución; porque pensé que existía una relación,
todavía
desconocida, entre Dios y el alma. Sobre este tema la mente puede
razonar
hasta un punto, hasta un muro macizo, infranqueable; llegando allí,
todo
lo que puede hacerse ya es detenerse y llamar a voz en grito pidiendo
ayuda.
Esto hice yo; pero ninguna voz vino del otro lado del muro.
Desesperado,
me aparté de las ciudades y de las escuelas.
A
estas palabras, una grave sonrisa de aprobación iluminó el flaco
rostro
del
hindú.
—En
la parte septentrional de mi país, en la Tesalia —siguió diciendo
el
griego—,
hay una montaña conocida como la morada de los dioses, donde
Zeus,
al cual mis paisanos consideran el mayor de todos, tiene su vivienda;
Olimpo
es su nombre. Allá me trasladé. Hallé una cueva en una altura
donde
la
montaña, que viene del oeste, toma la dirección sureste, y allí
viví entregado
a
la meditación… No; me dediqué a esperar aquello que solicitaba
con una
plegaria
en cada aliento, a esperar la revelación. Creyendo en Dios,
invisible
aunque
supremo, creía también posible suplicarle que se apiadase de mí y
me
enviara
una respuesta.
—¡Ah,
y la envió! ¡La envió! —exclamó el hindú, levantando la mano,
que
tenía
sobre la tela de seda, en su regazo.
—Escuchadme,
hermanos —dijo el griego, calmándose con esfuerzo—. La
puerta
de mi ermita da sobre un brazo del mar, sobre el golfo de Thermas. Un
día
vi a un hombre arrojado por encima de la borda de un barco que
pasaba.
Aquel
hombre nadó hacia la playa. Yo lo recibí y lo cuidé. Era un judío
muy
versado
en, la historia y las leyes de su país, y por él vine a saber que
el Dios
de
mis oraciones existía ciertamente y había sido en el curso de las
edades su
legislador,
su gobernante, su rey. ¿Qué era aquello sino una revelación?, me
decía
yo. Mi fe no había sido estéril, ¡Dios me contestaba!
—Como
responde a todos los que le imploran con una fe semejante —dijo
el
hindú.
—Pero,
¡ay! —continuó el griego—. El hombre que me habían enviado de
aquella
manera me dijo más. Me habló de los profetas que, en las edades que
siguieron
a la primera revelación, caminaron y conversaron con Dios, y
declaraban
que vendría otra vez. Me dio sus nombres, y citaba sus mismas
palabras,
sacadas de los libros sagrados. Todavía me dijo más; me dijo que la
segunda
llegada era inminente, que en Jerusalén la consideraban como un
hecho
que había de producirse de un momento a otro.
El
griego hizo una pausa, y la luminosidad de su cara se desvaneció.
—Es
cierto —dijo después de unos instantes—, es cierto que aquel
hombre
me
dijo que Dios y la revelación de que me hablaba habían sido
únicamente
para
los judíos y que otra vez volvería a ocurrir así. El que había de
venir sería
el
rey de los judíos. "¿No traerá nada para el resto del
mundo?", pregunté.
"No",
fue la orgullosa respuesta. "No, nosotros somos el pueblo
elegido." Esta
contestación
no destruyó mi confianza. ¿Cómo había de limitar semejante dios
su
amor y sus generosidades a un país y, como sucedía en este caso, a
una sola
familia?
Y empeñé mi corazón en saberlo. Al final penetré a través del
orgullo
de
aquel hombre, descubriendo que sus antepasados habían sido unos
meros
servidores
elegidos para mantener viva la verdad, a fin de que el mundo
acabara
por conocerla y así se salvase. Cuando el judío se fue y me quedé
solo
otra
vez, sosegué mi alma con una nueva oración: la de que se me
permitiese
ver
y adorar al Rey cuando viniese. Una noche estaba sentado en la puerta
de
mi
cueva, tratando de dilucidar los misterios de mi existencia, sabiendo
cuán
grande
es el de conocer a Dios; y he aquí que, de pronto, allá abajo en el
mar,
o,
mejor aún, en la oscuridad que cubría su superficie, vi que
empezaba a
inflamarse
una estrella. Levantóse lentamente, se acercó y se puso encima de
la
altura y sobre mi puerta, de modo que su luz caía de lleno sobre mí.
Yo me
vine
al suelo, y en sueños oí una voz que decía: "¡Oh, Gaspar!
¡Tu fe ha
triunfado!
¡Bendito eres! Con otros dos, venidos de las partes mas distantes de
la
tierra, tú veras al Prometido y serás testigo de su presencia y
servirás de
ocasión
para dar testimonio de Él. Por la mañana levántate y ve a reunirte
con
ellos.
Ten confianza en el Espíritu que te guiará". "Y por la
mañana me
desperté
con el Espíritu, como una luz interior que aventajaba a la del sol.
Arrojé
el atuendo de ermitaño y me vestí como antiguamente. Cogí de un
escondite
el tesoro que me había traído de la ciudad. Pasó un barco de vela.
Lo
llamé,
me admitieron a bordo y desembarqué en Antioquía. Allí compré el
camello
y sus arreos. Por los jardines y vergeles que esmaltan las márgenes
del
Orontes,
viajé hasta Emesa, Damasco, Bostra y Filadelfia; y de allí he
venido
aquí.
Ya habéis oído mi historia. Permitid que ahora escuche yo la
vuestra.
Capítulo
IV
Discurso
del hindú: amor
El
egipcio y el hindú se miraron; el primero hizo un ademán; el
segundo se
inclinó,
y comenzó:
—Nuestro
hermano ha hablado bien. Ojalá mis palabras sean tan sabias.
Se
detuvo, reflexionó un momento, y luego prosiguió:
—Podéis
conocerme, hermanos, por el nombre de Melchor. Os hablo en un
idioma
que, si no es el más antiguo del mundo, fue al menos el primero
reducido
a letras. Me refiero al sánscrito de la India. Por mi nacimiento,
soy
hindú.
Mis antepasados fueron los primeros en caminar por los campos del
conocimiento,
los primeros en clasificarlo, los primeros en embellecerlo.
Suceda
lo que suceda de ahora en adelante, los cuatro Vedas vivirán, porque
ellos
son las fuentes primeras de la religión y de la inteligencia
provechosa. De
ellos
se derivaron los Upa-Vedas, entregados por Brahma, los cuales tratan
de
medicina,
ballestería, arquitectura, música y las sesenta y cuatro artes
mecánicas;
los Ved-Angas, revelados por santos inspirados y dedicados a la
astronomía,
la gramática, la prosodia, la pronunciación, los embrujos y
sortilegios,
ritos religiosos y ceremonias; los Up-Angas, escritos por el sabio
Vyasa,
dedicados a la cosmogonía, cronología y geografía; de ellos forman
parte
también el Ramayana y el Mahabharata, destinados a la perpetuación
de
nuestros
dioses y semidioses. Al igual, oh, hermano, que los Grandes Shastras,
o
libros de las ordenanzas sagradas.
"Para
mí son ahora cosa muerta; sin embargo, a través de las edades
servirán
para dar testimonio del genio en ciernes de mi raza. Eran promesas de
un
rápido perfeccionamiento. ¿Preguntáis por qué las promesas
fallaron? ¡Ay!
Esos
mismos libros cerraron todas las puertas del progreso. Bajo el
pretexto de
cuidar
de la criatura, sus autores impusieron el principio de que un hombre
no
debe
dedicarse a los descubrimientos ni a la invención, pues el cielo ha
procurado
ya todo lo necesario. Cuando este mandato se convirtió en una ley
sagrada,
la lámpara del genio hindú se hundió a lo más profundo de un
pozo,
donde,
desde entonces, ha iluminado muros estrechos y aguas amargas.
"Estas
alusiones, hermanos, no nacen del orgullo, como comprenderéis
cuando
os diga que los Shastras hablan de un Dios supremo llamado Brahm, y,
además,
que los Puranas, o poemas sagrados de los Up-Angas, nos hablan de
la
virtud de las buenas obras y del alma. De modo que, si mi hermano me
permite
la frase —el hindú se inclinó con deferencia hacia el griego—,
siglos
antes
de que su pueblo fuese conocido, las dos grandes ideas, Dios y el
alma,
habían
absorbido ya todas las energías de la mente hindú. Ampliando mi
explicación,
permitid que os diga que los libros citados presentan a Brahm
como
una Tríada: Brahma, Visnú y Shiva. De entre los tres, se dice que
Brahma
ha sido el autor de nuestra raza, la cual, en el curso de la
creación, se
dividió
en cuatro castas. Primero pobló los mundos, abajo, y los cielos,
arriba;
después
hizo la tierra para los espíritus terrenos; luego sacó de su boca
la casta
de
los brahmanes, la más próxima a él en semejanza, la más alta y
más noble,
los
únicos que enseñan los Vedas, los cuales fluyeron en sus labios
completos,
perfectos,
conteniendo todos los conocimientos útiles. Luego hizo brotar de
sus
brazos los Kshatriya, o guerreros; de su pecho, asiento de la vida,
surgieron
los Visya, o productores (pastores, labriegos, mercaderes); de sus
pies,
en señal de degradación, saltaron los Sudras, o siervos, condenados
a
realizar
trabajos corporales para las otras clases (criados, domésticos,
peones,
artesanos).
Tomad nota, además, de que la ley, nacida junto con estas castas,
prohibía
que el perteneciente a una casta pasase a formar parte de otra; el
brahman
no podría entrar en un rango inferior; si violaba las leyes de su
propia
esfera
se convertía en un proscrito, repudiado por todos, menos por los
proscritos
como él.
En
este punto la imaginación del griego, percibiendo en un instante
todas
las
consecuencias de tal degradación, se sobrepuso a la profunda
atención que
prestaba,
y le hizo exclamar:
—Oh
hermanos; en semejante estado, ¡qué tremenda necesidad de un Dios
amoroso!
—Sí
—corroboró el egipcio—, de un Dios amoroso como el nuestro.
Las
cejas del hindú se juntaron con pesar; una vez consumida aquella
emoción,
prosiguió con dulcificado acento:
—Yo
nací brahmán. En consecuencia, mi vida estaba ordenada hasta el
menor
de mis actos, hasta la última de mis horas. El primer trago de
alimento,
el
acto de darme mi primer nombre, el de sacarme por vez primera a ver
el sol,
el
de investirme con la triple hebra por la cual me convertía en uno de
los
nacidos
dos veces, mi consagración a la primera orden, todo se celebró
según
unos
textos sagrados y unas ceremonias meticulosas. Yo no podía andar,
comer,
beber o dormir sin correr el peligro de violar una regla. Y el
castigo, oh
hermanos,
¡el castigo lo recibiría mi alma! Según el grado de las omisiones,
mi
alma iría a uno de los diversos cielos, de los cuales el de Indra es
el más
bajo,
y el de Brahma es el más alto; o sería degradada convirtiéndose en
la
vida
de un gusano, un insecto, un pez o un bruto. La recompensa por
observar
perfectamente
todas las normas sería la beatitud, o absorción en el ser de
Brahm,
que más que una verdadera existencia es un reposo absoluto.
El
hindú se concedió un momento para pensar. Luego, siguió diciendo:
—La
parte de la vida de un brahmán llamada Orden Primera es la dedicada
al
estudio. Cuando estuve preparado para entrar en la Segunda Orden, es
decir,
cuando
estuve en disposición de casarme y tener un hogar, lo puse todo en
tela
de
juicio, incluso a Brahm; me volví hereje. Desde las profundidades
del pozo
había
descubierto, arriba, una luz, y anhelaba subir para ver sobre qué
derramaba
su claridad. Al fin (¡después de unos cuantos años de tarea, ay de
mí!),
llegué al día perfecto y contemplé el principio de la vida, el
elemento
fundamental
de la religión, el eslabón entre el alma y Dios; ¡el amor!
La
arrugada faz del santo varón se enterneció visiblemente sus manos
se
estrecharon
una a la otra con fuerza. Se hizo un silencio, durante el que los
demás
le estuvieron mirando; el griego, a través de las lágrimas.
Al
final, prosiguió:
—El
amor halla su felicidad en la acción; la prueba del amor la da lo
que
uno
esté dispuesto a hacer por otros. Brahm había llenado el mundo con
demasiadas
miserias. Los sudras me daban lástima. También me la daban los
innumerables
devotos y víctimas. La isla de Ganga Lagor se hallaba allí donde
las
aguas del Ganges desaparecen en el océano Pacífico. Allá me
trasladé. A la
sombra
del templo erigido al sabio Kapila, uniendo mis rezos a los de los
discípulos
que la memoria santa de aquel hombre sagrado mantiene reunidos
alrededor
de su casa, pensé hallar reposo. Sólo dos veces al año van allá
peregrinaciones
de hindúes buscando la purificación del agua. Su miseria
enardecía
mi amor. Pero tenía que cerrar la boca con fuerza, resistiendo el
impulso
de este amor por manifestarse, porque una sencilla palabra contra
Brahm
o la Tríada o los Shastras habría significado mi condenación. Un
gesto
de
afecto para los brahmanes proscritos que de vez en cuando se
arrastraban
para
ir a morir sobre la ardiente arena (una bendición recitada, el acto
de darle
un
vaso de agua) me habría convertido en uno de ellos, arrebatándome a
mi
familia,
mi país, mis privilegios, mi casta.
"¡Pero
el amor venció! Hablé a los discípulos en el templo, y me
expulsaron.
Hablé a los peregrinos, y desde la isla me apedrearon. Por las
carreteras
intenté predicar: los oyentes huyeron de mí, o atentaron contra mi
vida.
Al final, en toda la India no había lugar en donde pudiese encontrar
paz
ni
seguridad, ni aun entre los proscritos, porque, caídos incluso,
seguían
creyendo
en Brahm. En tan extrema situación, busqué una soledad en la que
esconderme
de todos, menos de Dios. Recorrí el Ganges hasta sus fuentes,
arriba,
en las entrañas del Himalaya. Cuando entré por el paso de Hurdwar,
donde
el río, de inmaculada pureza, salta hacia el curso que le espera por
las
tierras
bajas y fangosas, rogué por mi raza y me consideré separado de ella
para
siempre. Por cañadas y peñas, cruzando glaciares, trepando hasta la
cima
de
picos que parecían tan altos como las estrellas, seguí mi camino
hasta el
Lang
Tso, un lago de maravillosa belleza, dormido a los pies del Tise
Gangri,
el
Gurla y el Kailas Parbot, gigantes que ostentan sus coronas de nieves
perpetuas
a las miradas del sol. Allí, en el centro de la tierra, donde el
Indo, el
Ganges
y el Brahmaputra surgen para precipitarse hacia sus diferentes
cursos,
donde
la humanidad tuvo su primera morada y de donde se dispersó para
llenar
el mundo, dejando a Balk, la madre de las ciudades, como testigo del
gran
acontecimiento, donde la naturaleza, retornada a su condición
primaveral
y
segura en sus inmensidades, invita al sabio y al exilado,
prometiéndole a éste
seguridad
y soledad al primero, allí fui a morar a solas con Dios, rezando,
ayunando
y esperando la muerte.
Una
vez más, se apagó su voz, y las descarnadas manos se unieron en una
ferviente
plegaria.
—Una
noche caminaba por las orillas del lago, hablando al silencio, que
me
escuchaba: "¿Cuándo vendrá Dios a reclamar lo que le
pertenece? ¿Acaso
no
habrá redención?". De súbito, empezó a formarse una luz
trémula en el
agua;
pronto se levantó una estrella, vino hacia mí y se quedó arriba,
sobre mi
cabeza…
Su esplendor me dejó atónito. Y mientras estaba tendido sobre el
suelo,
oí una voz de infinita dulzura, diciendo: "Tu amor ha vencido.
Bendito
eres
tú, ¡oh hijo de la India! La redención está al alcance de la
mano. Con
otros
dos, venidos de rincones distantes de la tierra, tú verás al
Redentor, y
serás
testigo de su llegada. Levántate por la mañana, ve al encuentro de
tus
compañeros,
y pon toda tu confianza en el Espíritu que te guiará". Y desde
aquel
momento, la luz ha continuado conmigo, de forma que yo conocía que
era
la presencia visible del Espíritu. Por la mañana emprendí el
regreso hacia
el
mundo por el mismo camino que había seguido al dejarlo. En una
quiebra
del
monte encontré una piedra de gran valor, que vendí en Hurswar. Por
Lahore,
Kabul y Yedz fui a Ispahán. Allí compré el camello, y de allí fui
guiado
hasta Bagdad, sin esperar las caravanas. Viajaba solo, sin miedo,
porque
el Espíritu estaba conmigo, y está todavía. ¡Qué gloria la
nuestra, oh
hermanos!
¡Nosotros hemos de ver al Redentor, le hablaremos, le adoraremos!
He
terminado.
Capítulo
V
El
relato del egipcio: buenas obras
El
animado griego estalló en un torrente de expresiones de gozo y de
felicitaciones,
después de lo cual, el egipcio dijo, con característica gravedad:
—Yo
te saludo, hermano mío. Has sufrido mucho, y yo gozo con tu
triunfo.
Si los dos me habéis de escuchar con gusto, voy a deciros quién soy
yo
y cómo fue que me llamasen. Esperadme un momento.
El
egipcio salió, atendió a los camellos, volvió a entrar y ocupó
nuevamente
su asiento.
—Vuestras
palabras, hermanos, venían del Espíritu —dijo como comienzo
—,
y el Espíritu me ha dado el don de entenderlas. Cada uno de vosotros
ha
hablado
particularmente de su país, en lo cual se encerraba un gran
designio,
que
yo explicaré. Pero para que la interpretación resulte completa,
permitid
que
hable primero de mí mismo y de mi pueblo. Yo soy Baltasar, el
egipcio.
Las
últimas palabras fueron pronunciadas en tono sosegado, pero con
tanta
dignidad,
que los dos oyentes se inclinaron reverentemente ante el que
hablaba.
—Muchas
distinciones puedo reclamar para mi raza —prosiguió éste—,
pero
me contentaré con una. Nosotros fuimos los primeros en perpetuar los
hechos
dejando noticia de ellos. De ahí que no tengamos tradiciones, y en
lugar
de poesía os ofrezcamos certidumbre. En las fachadas de palacios y
templos,
en los obeliscos, en las paredes interiores de las tumbas, escribimos
los
nombres de nuestros reyes y los relatos de sus hazañas. Y al
delicado
papiro
le confiamos la sabiduría de nuestros filósofos y los secretos de
nuestra
religión.
Todos los secretos menos uno, del cual hablaré dentro de un
momento.
Más antiguos que los Vedas de Para-Braham o los Up-Angas de
Vyasa,
¡oh Melchor!; más viejos que los cantos de Hornero o la metafísica
de
Platón,
¡oh mi Gaspar!; anteriores a los libros sagrados y a los reyes de la
China,
o los de Siddhartha, hijo de la hermosa Maya; anteriores al Génesis
del
Moisés
de los hebreos, los escritos humanos más antiguos son los de Menes,
nuestro
primer rey —haciendo una pequeña pausa, fijó una mirada cariñosa
en
el
griego y dijo—: En la juventud de la Hélade, ¿quiénes fueron, oh
Gaspar,
los
maestros de sus maestros?
El
griego se inclinó con una sonrisa.
—Según
aquellos escritos —continuó Baltasar—, sabemos que cuando los
padres
vinieron del lejano Oriente, de la región donde nacen los tres ríos,
del
centro
del mundo (el viejo Irán, del cual hablabas tú, oh Melchor),
vinieron
trayendo
con ellos la historia del mundo antes del Diluvio, y la del Diluvio
mismo,
tal como la enseñaron a los arios los hijos de Noé, y enseñaban la
existencia
de Dios, Creador y Principio de todo, y del alma, inmortal como
Dios.
Cuando hayamos terminado felizmente la misión que nos está
encomendada
ahora, si queréis acompañarme, os enseñaré la biblioteca
sagrada
de los sacerdotes egipcios; os mostraré, entre otros, el Libro de
los
Muertos,
que contiene el ritual que debe observar el alma después de que la
muerte
la ha enviado de viaje para acudir a su juicio. Las ideas (Dios y
alma
inmortal)
nacieron en la mente de Mizraim allá en el desierto, y por obra de
Mizraim
se propagaron por ambas orillas del Nilo. Entonces reinaban en toda
su
pureza, fáciles de comprender, como es siempre todo lo que Dios nos
brinda
para nuestra felicidad; parecido era también el primer culto: una
canción
y un rezo naturales en un alma gozosa, esperanzada y enamorada de
su
Creador.
Aquí
el griego levantó las manos al cielo, exclamando:
—¡Oh,
la luz penetra más profundamente en mi interior!
—¡Y
en el mío! —dijo el hindú, con la misma devoción.
El
egipcio los miró benignamente. Luego, continuó diciendo:
—La
religión es, meramente, la ley que une al hombre con su Creador: en
puridad
no consta de otros elementos que éstos: Dios, el alma y su mutuo
reconocimiento,
del cual, una vez puesto en práctica, nacen la adoración, el
amor
y la recompensa. Esta ley, como todas las demás de origen divino
(como,
por
ejemplo, la que ata la Tierra al Sol), fue impuesta en el comienzo
por su
Autor.
Tal era, hermanos míos, la religión de la primera familia; tal era
la
religión
de nuestro padre Mizraim, quien no pudo quedar ciego ante la fórmula
de
la creación, en ninguna parte tan discernible como en la primera fe
y en el
culto
más antiguo. La perfección es Dios; la simplicidad es perfección.
La
maldición
de las maldiciones está en que los hombres no sepan respetar
verdades
como éstas.
Baltasar
se detuvo, como si considerase de qué manera había de continuar.
—Muchas
naciones han amado las dulces aguas del Nilo —dijo luego—:
Los
etíopes, los pali-putra, los hebreos, los asirios, los persas, los
macedonios,
los
romanos… Y todos, excepto los hebreos, han sido dueños de ellas en
uno u
otro
momento. Tanto ir y venir de pueblos corrompió la antigua fe
mizraímica.
El
Valle de las Palmeras se convirtió en un Valle de los Dioses. El Ser
Supremo
fue dividido en ocho, cada uno de éstos personificando un principio
creador
de la naturaleza, con Amón Ra en cabeza, de todos. Luego fueron
inventados
Isis y Osiris, y su círculo, representando el agua, el fuego, el
aire y
otras
fuerzas. Y las multiplicaciones siguieron todavía hasta que tuvimos
otro
orden,
sugerido por las cualidades humanas, tales como la fuerza, el
conocimiento,
el amor y otras parecidas.
—¡En
todo lo cual se manifestaba la vieja locura! —gritó impulsivamente
el
griego—. Sólo las cosas que están fuera de nuestro alcance
continúan tal
como
llegaron a nosotros.
El
egipcio se inclinó y prosiguió:
—Todavía
un poco más, ¡oh hermanos míos!, un poco más, antes de llegar
a
mí mismo. Aquello a cuyo encuentro vamos parecerá todavía más
sagrado
en
comparación con lo que existe ahora y lo que ha existido en el
pasado. Las
historias
demuestran que Mizraim encontró el Nilo en posesión de los etíopes
que
se extendieron de allí por el desierto africano, un pueblo de genio
fecundo
y
fantástico entregado por completo a adorar la naturaleza. El poético
persa
ofrecía
sacrificios al sol, como la imagen más completa de Ormuz, su dios.
Los
hijos devotos del lejano Este esculpían sus deidades en madera y en
marfil,
pero los etíopes, sin escritura, sin libros, sin facultades
mecánicas de
ninguna
clase, sosegaban sus almas adorando animales, pájaros, insectos,
dedicando
el gato sagrado a Ra, el toro a Isis, el escarabajo a Ptah. Una larga
lucha
contra su ruda fe terminó adoptándola como religión del nuevo
imperio.
Entonces
se levantaron los poderosos monumentos que llenan la orilla del río
y
el desierto: obeliscos, laberintos, pirámides, y la tumba del rey
combinada
con
la del cocodrilo. ¡Hasta tal bajeza llegaron, oh hermanos, los hijos
del
ario!
Aquí,
por primera vez, abandonó al egipcio su notable calma. Aunque su
fisonomía
continuase impasible, se le quebró la voz.
—No
despreciéis demasiado a mis compatriotas —empezó de nuevo—.
No
todos olvidaron a Dios. Recordaréis que he dicho hace unos momentos
que
confiaron
al papiro todos los secretos de nuestra religión, menos uno. De éste
quiero
hablaros ahora. Teníamos en cierto tiempo por rey a un determinado
faraón
que se entregó a toda suerte de cambios e innovaciones. A fin de
asentar
el nuevo sistema, puso todo su empeño en desterrar el antiguo de la
memoria
de las gentes. Entonces los hebreos vivían entre nosotros como
esclavos.
Ellos seguían fieles a su Dios, y cuando la persecución se hizo
intolerable,
fueron libertados de una manera que nunca se olvidará. Ahora
hablo
según cuentan las crónicas: Moisés, que también era hebreo, fue a
palacio
a pedir autorización para que los esclavos, en número de diez
millones,
pudieran
salir del país. Hizo la petición en nombre del Señor Dios de
Israel. El
faraón
se negó. Oíd lo que pasó luego. Primero toda el agua, lo mismo la
de
los
lagos y los ríos que la de los pozos y depósitos, se convirtió en
sangre.
Pero
el monarca siguió negándose. Luego vino una plaga de ranas que
cubrió
todo
el terreno. Y el rey continuó firme. Entonces, Moisés arrojó unas
cenizas
al
aire, y una epidemia atacó a los egipcios. A continuación murió
todo el
ganado,
excepto el de los hebreos. Los saltamontes devoraron todo lo verde
que
había en el valle. Al mediodía, la oscuridad se hizo tan negra que
las
lámparas
no querían arder. Finalmente, por la noche, todos los primogénitos
de
los
egipcios murieron. No se libró ni el del faraón. Entonces éste
cedió. Pero
enseguida
que los hebreos hubieron partido, los siguió con su ejército. En el
último
momento se separaron las aguas del mar, a fin de que los fugitivos
pudieran
pasarlo a pie enjuto. Cuando los perseguidores se lanzaron dentro,
tras
los perseguidos, las aguas volvieron a juntarse y ahogaron jinetes,
infantes,
conductores de carrozas y al mismo rey. Tú hablabas de revelación,
mi
Gaspar…
Los
azules ojos del griego centelleaban.
—Yo
escuché esa historia de labios del judío —exclamó—. Tú la
confirmas,
¡oh Baltasar!
—Sí,
pero por mis labios habla Egipto, no Moisés. Yo interpreto los
mármoles.
Los sacerdotes de aquel tiempo escribieron a su manera lo que
habían
presenciado, y la revelación ha pervivido. Y ahora llego al no
anotado
secreto.
Desde los días del desdichado faraón, en mi país hemos tenido
siempre
dos religiones: una privada, otra pública. Una de muchos dioses,
practicada
por el pueblo. La otra, de un solo Dios, cultivada únicamente por la
clase
sacerdotal. ¡Alegraos conmigo, hermanos! El paso asolador de las
diversas
naciones, todo el gradeo realizado por los reyes, todas las
invenciones
de
los enemigos, todos los cambios del tiempo han sido en vano. Como una
semilla
debajo de las montañas esperando su hora, la verdad gloriosa ha
vivido.
Y éste, ¡éste es su día!
La
descarnada armazón del hindú temblaba de dicha. El griego gritó
con
fuerza:
—¡A
mí me parece que el mismo desierto está cantando!
De
un odre de agua que tenía a su alcance, el egipcio bebió un trago y
continuó:
—Yo
nací en Alejandría, nací príncipe y sacerdote, y recibí la
educación
propia
de los de mi clase. Pero muy pronto hizo presa en mí el descontento.
Una
de las creencias que imponía aquella fe era que, después de la
muerte, una
vez
destruido el cuerpo, el alma comenzaba al momento su primera
progresión,
desde lo más bajo hasta llegar al hombre, última y más elevada
forma
de existencia. Y esto sin relación alguna con la conducta seguida
durante
la vida mortal. Cuando oí hablar del Reino de la Luz, de los persas,
de
su
paraíso al otro lado del puente Chinevat, al cual sólo van los
buenos, su
recuerdo
me obsesionó de tal modo que durante el día, lo mismo que durante
la
noche, reflexionaba sobre las dos ideas comparativas. Transmigración
eterna
y vida eterna en el cielo. Si, de acuerdo con lo que enseñaba mi
maestro,
Dios era justo, ¿por qué no había distinción entre los buenos y
los
malos?
Al final vi con toda claridad (fue para mí una certidumbre, un
corolario
de
la ley al cual reduje la religión pura) que la muerte no era sino el
punto de
separación
en el cual los perversos quedan abandonados o perdidos, y los
fieles
ascienden a una vida superior. No el nirvana de Buda, ni el descanso
negativo
de Brahma, oh Melchor, no la mejor situación en el infierno, que es
todo
el cielo que concede la fe olímpica, oh Gaspar, sino la vida, la
vida
activa,
gozosa, perdurable, ¡la vida con Dios!
"Ese
descubrimiento me llevó a otra indagación. ¿Por qué había que
seguir
conservando
la verdad como un secreto reservado para el egoísta solaz del
sacerdote?
La razón para callarlo había desaparecido. La filosofía nos había
enseñado,
por lo menos, a ser tolerantes. En Egipto teníamos a Roma en lugar
de
a Ramsés. Un día en el Brucheium, el barrio más espléndido y
populoso de
Alejandría,
me puse en pie y prediqué. El este y el oeste aportaron el
auditorio.
Estudiantes
que iban a la biblioteca, sacerdotes del Serapeium, ociosos del
museo,
patronos de las carreras, labriegos del Rhacotis, toda una multitud
se
detuvo
para escucharme. Yo les hablé de Dios, del alma, del bien y del mal,
del
cielo, de la recompensa a una vida virtuosa. A ti, oh Melchor, te
apedrearon.
Mis oyentes, primero se quedaron pasmados, después se rieron.
Probé
otra vez y me llenaron de epigramas, cubrieron a mi Dios de irrisión,
y
oscurecieron
mi cielo con sus burlas. Para no extenderme en exceso: fracasé
ante
aquella gente. El hindú exhaló aquí un profundo suspiro, al mismo
tiempo
que
decía:
—El
enemigo del hombre es el hombre, hermano mío.
Baltasar
se hundió en el silencio.
—Yo
medité mucho con objeto de descubrir la causa de mi fracaso, y por
fin
lo conseguí —dijo, comenzando de nuevo—. Río arriba, a un día
de
camino
de la ciudad, hay una población de pastores y hortelanos. Cogí un
bote
y
me fui allá. Por la noche convoqué al pueblo, hombres y mujeres,
los más
pobres
entre los pobres. Y prediqué ante ellos lo mismo exactamente que
había
predicado
en el Brucheium. Ellos no se rieron. La noche siguiente hablé otra
vez,
y ellos me creyeron y se alborozaron, y extendieron la noticia por
todas
partes.
En la tercera reunión se constituyó una sociedad dedicada a la
plegaria.
Entonces
regresé a la ciudad. Bajando río abajo, a la luz de las estrellas,
que
nunca
me habían parecido tan brillantes y cercanas, saqué la siguiente
lección:
para
empezar una reforma, no vayas allá donde están los grandes y los
ricos;
ve
más bien en busca de aquellos cuya copa de dicha continúa vacía,
busca a
los
pobres y a los humildes. Y entonces me tracé un plan y fijé un
objetivo en
mi
vida. Como primer paso, dispuse de mis extensos bienes de forma que
percibiera
una renta segura y siempre al alcance de la mano para el alivio de
los
que sufriesen. Desde aquel día, ¡oh hermanos!, viajé arriba y
abajo del
Nilo,
predicando en las poblaciones y ante las tribus, hablando del Dios
único,
de
una vida virtuosa y de la recompensa del cielo. He hecho el bien, no
he de
ser
yo quien diga en qué medida. Sé, asimismo, que aquella porción del
mundo
está madura para recibir a quien nosotros vamos a buscar.
Un
rubor sonrojó la mejilla morena del que hablaba, pero
sobreponiéndose
a
la emoción, continuó:
—Durante
los años vividos así, oh hermanos míos, me atormentó
continuamente
un pensamiento: cuando yo hubiese desaparecido, ¿qué sería de
la
causa que había iniciado? ¿Terminaría conmigo? Muchas veces había
soñado
que la organización sería la mejor corona para mi trabajo. Para no
esconderos
nada, intenté montarla, pero fracasé. Hermanos, el mundo se
encuentra
actualmente en una situación tal que, para reinstaurar la antigua fe
de
Mizraim, el reformador habría de contar con algo más que la sanción
humana.
No le bastaría venir en nombre de Dios; debería dar pruebas que
acreditasen
sus palabras, debería demostrar todo lo que dijese, debería incluso
dar
testimonio seguro de Dios. Tan preocupada está la mente de mitos y
sistemas,
de tal modo lo llenan todo las falsas deidades: el aire, la tierra,
el
cielo,
de tal modo han venido a formar parte de todo, que el retorno a la
primera
religión no se conseguirá sino por caminos de sangre, cruzando
campos
de persecución. Es decir, los que se conviertan habrán de estar
dispuestos
a morir antes que abjurar. Y en estos tiempos, ¿quién puede
inflamar
la fe de los hombres hasta este punto si no es el mismo Dios? Para
redimir
a la raza (no digo para destruirla), para redimir al género humano,
Dios
debe manifestarse una vez más: ha de venir Él mismo en persona.
Una
intensa emoción se apoderó de los tres.
—¿Acaso
no vamos nosotros a su encuentro? —exclamó el griego.
—Vosotros
comprendéis ya por qué fracasé en mi intento de formar una
organización
—continuó el egipcio, pasado aquel momento de arrobo—. Yo
no
tenía la sanción divina. El saber que mi labor podía perderse me
hacía
terriblemente
desdichado. Yo creía en la oración y, para que mis súplicas
fuesen
más puras y fuertes, lo mismo que vosotros, hermanos, me salí de
los
caminos
trillados, me fui a donde no habían estado nunca los hombres, a
donde
sólo estaba Dios. Más arriba de la quinta catarata, más arriba de
la
confluencia
de los ríos en Sennar, allá en Bahr el Abiad, el corazón lejano y
desconocido
del África, allá me fui. Allí, por la mañana, una montaña azul
como
el cielo proyecta una sombra refrescante sobre el desierto
occidental, y
con
sus cascadas de nieve fundida alimenta un ancho lago adosado a su
base
oriental.
El lago es la madre del gran río. Durante un año o más, la montaña
fue
mi hogar. El fruto de la palmera alimentó mi cuerpo; la oración, mi
espíritu.
Una noche salí al vergel que había junto a aquel pequeño mar. "El
mundo
está muriendo. ¿Cuándo vendrás? ¿Por qué no puedo presenciar la
redención,
oh Dios?" Así rezaba yo. El cristal del agua centelleaba de
estrellas.
Una
de ellas pareció abandonar su sitio y subir a la superficie, donde
adquirió
un
fulgor que quemaba la vista. Luego se movió hacia mí posándose
sobre mi
cabeza,
en apariencia al alcance de la mano. Y me postré y escondí el
rostro.
Una
voz no terrena me dijo: "Tus buenas obras han triunfado.
¡Bendito eres tú,
oh
hijo de Mizraim! La redención llega. Con otros dos, venidos de lo
más
remoto
del mundo, verás al Salvador y darás testimonio de él. Por la
mañana
levántate
y ve a reunirte con tus compañeros. Y cuando hayáis llegado los
tres
a
la santa ciudad de Jerusalén, pregunta a la gente: "¿Dónde
está aquel que ha
nacido
Rey de los judíos? Porque nosotros pernos visto su estrella en el
este, y
venimos
enviados para adorarle." Pon toda tu confianza en el Espíritu
que te
guiará".
Y la luz se convirtió en una claridad interior de la cual no era
posible
dudar.
Ella me guió río abajo hasta Menfis, donde me preparé para
internarme
en
el desierto. Compré mi camello y vine acá sin descansar, pasando
por Suez
y
Kufileh, y subiendo por las tierras de Moab y Ammón. Dios está con
nosotros,
¡oh hermanos míos!
El
egipcio hizo una pausa, y con ella, obedeciendo a un impulso que no
partía
de ellos mismos, los tres se levantaron y se miraron recíprocamente.
—He
dicho ya que en la forma particular en que describíamos a nuestros
respectivos
pueblos y su historia se encerraba un secreto propósito —prosiguió
entonces
el egipcio—. Aquel en cuya busca vamos ha sido llamado "Rey de
los
judíos". Por este nombre nos han ordenado que preguntemos por
Él. Pero
ahora
que nos hemos reunido y cada uno de nosotros ha escuchado el relato
hecho
por los otros dos, podemos saber que es el Redentor, no de los judíos
solamente,
sino de todas las naciones de la tierra. El patriarca que sobrevivió
al
Diluvio tenía en su compañía tres hijos con sus familias, y ellos
fueron los
que
repoblaron el mundo. En la antigua Aryana-Vaejo, la bien recordada
Región
de las Delicias, en el corazón del Asia, se dispersaron. India y el
lejano
Oriente
recibieron a los hijos del mayor. Los descendientes del más joven se
desparramaron
por Europa, entrando por el norte. Los del mediano inundaron
los
desiertos que bordean el mar Rojo, pasando a África, y aunque muchos
de
ellos
todavía viven en tiendas transportables, algunos construyeron sus
moradas
a lo largo del Nilo.
Movidos
por simultáneo impulso, los tres juntaron sus manos.
—¿Podría
encontrarse otra cosa más divinamente ordenada? —continuó
Baltasar
—. Cuando hayamos hallado al Señor, los hermanos y todas las
generaciones
que les han sucedido se arrodillarán con nosotros ante Él en
homenaje.
Y cuando nos separemos para seguir nuestros distintos caminos, el
mundo
habrá aprendido una nueva lección: que el cielo puede ganarse, no
por
la
espada, ni por la sabiduría humana, sino por la fe, el amor y las
buenas
obras.
Se
produjo un silencio, roto por los suspiros y santificado por las
lágrimas,
pues
no era posible reprimir el gozo que los llenaba. Era la alegría
inenarrable
de
unas almas en las orillas del Río de la Vida, descansando con la
presencia
de
los redimidos en Dios. Unos momentos después, sus manos se
separaron, y
los
tres salieron de la tienda. El desierto estaba tan callado como el
cielo. El
sol
se hundía rápidamente. Los camellos dormían.
Transcurrido
un rato, fue levantada la tienda y, junto con los restos del
ágape,
volvió a la parihuela. Luego, los amigos montaron en los camellos y
partieron
en fila india, dirigidos por el egipcio. A través de la helada noche
caminaban
rumbo al oeste. Los camellos avanzaban balanceándose en un trote
sostenido,
guardando la línea y los intervalos de separación con tanta
exactitud
que
parecía que los dos que seguían ponían el pie en las huellas
dejadas por el
que
iba en cabeza. Los jinetes no despegaron los labios ni una sola vez.
La
luna ascendía lentamente. Las tres altas y blancas figuras,
corriendo con
silenciosa
pisada, por entre la luz opalescente parecían espectros que huyesen
de
unas tinieblas aborrecibles. De súbito, ante ellos, en el aire, se
encendió una
ondulante
llama. Mientras la miraban, aquella aparición se condensó en un
rojo
de cegadora claridad. Sus corazones aceleraron sus latidos; sus almas
se
estremecían.
Los tres gritaron como con una sola voz:
—¡La
estrella! ¡La estrella! ¡Dios está con nosotros!
1 comentario:
Bartolomé Collado y José M Villafaina realizaron un auto sacramental donde aparecen los Reyes con toda a investigación histórica que existe.
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